
Me acordé (otra vez) de mi tía, de su muerte en casa a primera hora de la mañana del Sábado Santo, justo cuando estábamos (casi) todos en casa. Del tocar a muerto de las campanas en los pueblos (un sonido inconfundible, como el tocar a rebato cuando hay un incendio). De los últimos días que vivió (vivimos) Paquita, mi tía. Francisca Vicente Vicente. Del correr para avisar a mi madre de que su hermana se estaba muriendo. Del llamar por teléfono a mí padre, en plena ruta ciclista por la montaña, para que viajara de Madrid a Salamanca (el mismo viaje cuando mis abuelos murieron, el mismo viaje cuando mi primo mayor tuvo un accidente de coche en la madrugada del 11 de marzo, el cumpleaños de mi hermana). Del abrazo a mi prima Sheila, agarrada a su hijo de 3 años, cuando regresé (verbalizar, o no, el pésame). De los gritos desgarradores de mi madre pueblo a través desde las Tenerías –el barrio de mis abuelos ya muertos– hasta los Charcos, el barrio de mi tía (ya muerta), de mi tío (que iba a morir año y medio después), de mis cuatro primos. De la loza que había que fregar, de la ropa recién lavada que había que tender (la vida, pues, continuaba). De mi madre encerrada con su hermana, ya muerta, en la habitación. De la comida que nos hicieron los vecinos en Monroy (ellos también iban a sufrir semejante pérdida tiempo después). De la gente en los bares festejando mientras daban el pésame a mis primos (yo ya era un extraño en aquel pueblo). De aquel velatorio, sentado yo junto a una amiga de la infancia de mi tía y mi madre; me contó que elaboraba un diccionario de palabras salmantinas en desuso (como ‘abarbar’, o sea, echarse de bruces a beber). Aquella noche, la del Sábado Santo, la del sábado de reflexión, fue la más triste de mi vida, encamando a mi madre, como una niña (nunca ha dejado de serlo), entre lágrimas (semanas antes la visité y, frente al televisor, le urgí que viajara al pueblo para cuidar de su hermana, siendo yo consciente, no sé cómo, de que le quedaba poco de vida en esta tierra). Del día radiante que hizo el Domingo de Resurrección, el domingo de su entierro en la misma fosa que sus padres, Manuel y Generosa, tan humildes como su lápida. De los gritos y sollozos de mis primos. Del camino del cementerio, a rebosar de familiares y vecinos, a la casa de los Charcos. De sentir la presencia de mi tía en la habitación donde murió (la de mis primos varones; cómo poder dormir donde otro murió). No puedo valorar esta película. No puedo olvidar, ni perdonar-me por haberme alejado de mi tía, por haber olvidado cuándo fue la última vez que vi a mi tía sin cáncer (quizás el tumor ya se había reproducido en su cerebro la última vez que la vi: no logro recordar nuestra última vez juntos antes de la enfermedad, antes de la pandemia; hace poco encontré una foto, en el garaje de mis padres, en la que salíamos mi tía Paquita, su hija Myrian, mi exnovio Javier). Pocos números de teléfono me sé de memoria (algo tan común del siglo pasado) y uno de ellos es el de casa de mi tía: 923-47-12-05. Ella, cada vez que yo llamaba, siempre me pedía que le contara cosas (algunas no podía ni siquiera contármelas a mí mismo: mi homosexualidad). Sus días eran pura rutina: ama de su casa y de la de otros, donde también cocinaba y limpiaba. Le gustaba ir a tomarse el café al Doble J (y así lo hicimos durante su última Navidad; también fuimos Myrian, Paquita y yo a Ciudad Rodrigo a merendar churros con chocolate). Semanas después de su muerte, llamé al 923-47-12-05. Ya no existía ese número. Hace unas semanas, mi prima Sheila me dijo que yo era el ojito derecho de mi tía Paquita. Ella también fue el mío.